Cuentos para ver

EL TERCERO A PARTIR DEL SOL – Richard Matheson


Abrió los ojos cinco segundos antes de que sonara el reloj. Se despertó súbitamente, sin el menor esfuerzo. Ya en plena conciencia, con toda frialdad, estiró la mano izquierda en la oscuridad, para apagar la alarma, la campanilla vibró un segundo aún, antes de ahogarse. Su esposa, tendida junto a él, le tocó el brazo. El le preguntó:
- ¿Has dormido?
- No. ¿Y tú?
- Algo – respondió él -. No mucho.
Ella guardó silencio por algunos segundos. Sin embargo, el marido podía oír las contracciones de su garganta, la sentía temblar. Sabía de antemano lo que estaba por decir.
- ¿Nos vamos de veras?
El cambió de posición en la cama y aspiré profundamente.
- Sí – respondió y los dedos se apretaron con más fuerza en torno a su brazo.
- ¿Qué hora es?
- Alrededor de las cinco.
- Será mejor que nos preparemos.
- Sí, será mejor.
Pero ninguno de los dos se movió.
- ¿Estás seguro de que podremos entrar en la nave sin que nadie nos vea? – preguntó la mujer.
- Creerán que es otro vuelo de prueba. No habrá nadie que controle.
Ella no hizo más comentarios pero se estrechó contra su marido. Tenía la piel muy fría.
- Tengo miedo – declaró.
El le tornó una mano y se la oprimió con firmeza.
- No debes sentirte así. No corremos peligro.
- Me preocupan los niños.
- No corremos peligro – insistió él.
La mujer, con mucha suavidad, le besó la mano. – Está bien – aceptó.
Ambos se incorporaron en la oscuridad. El la oyó levantarse. El camisón se deslizó hasta el suelo con un susurro, sin que ella lo levantara, permanecía inmóvil, estremecida por el aire frío de la mañana.
- ¿Estás seguro de que no necesitaremos nada más? – preguntó.
- No, nada. En la nave tenemos todas las provisiones necesarias. De todos modos…
- ¿Qué?
- No podemos llevar nada cuando pasemos ante el puesto de guardia, debemos fingir que tú y los chicos vais a verme partir.
Mientras ella comenzaba a vestirse, el marido apartó las cobijas y se levantó. Cruzó el cuarto por el suelo helado para buscar sus prendas en el ropero.
- Voy a despertar a los niños – dijo la mujer.
Le respondió con un gruñido mientras sacaba la cabeza de entre la ropa. Fila se detuvo en la puerta.
- ¿Qué?
- ¿Y si al guardia le parece extraño que los vecinos vayan también a despedirte?
- Tendremos que correr ese riesgo – contestó él, hundido en la cama, mientras buscaba a tientas los cordones de sus zapatos -; es preciso que vengan con nosotros.
Hubo un suspiro:
- Todo parece tan frío, tan calculado…
La silueta femenina se perfilaba en el umbral de la puerta. El se irguió para verla.
- ¿Qué remedio nos queda? – preguntó con vehemencia. No podemos permitir que nuestros hijos procreen entre sí.
- No – exclamó ella -. Sólo que…
- ¿Sólo que qué?
- Nada, querido, perdóname.
Cerró la puerta tras de sí y sus pasos se perdieron por el corredor. Se abrió la puerta del otro dormitorio. El oyó las voces de sus dos hijos y una sonrisa inexpresivo le estiró los labios. «Como si fueran a una fiesta», pensó.
Se puso los zapatos. Al menos, los niños ignoraban lo que ocurría. Para ellos se trataba sólo de acompañarlo hasta la pista; creían que al regreso podrían contar todos los detalles a sus compañeros de escuela. Ignoraban que no habría regreso.
Terminó de ajustarse los zapatos y se levantó. Se dirigió hasta el tocador, arrastrando los pies, para encender la luz. La situación era extraña: un hombre de aspecto completamente común planeando algo semejante.
Frío. Calculador. Las palabras de su mujer le repercutían en la mente. Bien, no había otra salida. En pocos años, tal vez antes de lo que se creía, el planeta entero volaría en una explosión enceguecedora. Aquella era la única solución: escapar con un pequeño grupo y comenzar de nuevo en otro planeta.
- No hay otra salida – se repitió, contemplándose en el espejo.
Echó una larga mirada en torno al dormitorio, despidiéndose de toda aquella etapa de su vida. Apagar la lámpara fue como apagar una luz en su conciencia. Al salir, cerró la puerta con suavidad y acarició con los dedos el gastado picaporte.
Sus dos hijos, varón y mujer, descendían por la rampa, hablando en misteriosos susurros. No pudo menos que menear la cabeza, divertido.
Su esposa lo estaba esperando. Bajaron juntos, tomados de la mano.
- Ya no tengo miedo, querido – afirmó ella -. Todo saldrá bien.
- Seguro. Sin duda.
Se sentó a desayunar junto a los niños. La mujer les sirvió el jugo de frutas y fue a buscar lo demás.
- Ayuda a mamá, querida – dijo a la niña.
Mientras ésta se levantaba, el hermanito comentó: – Falta poco, ¿no, papito? Muy poquito, ¿no?
- Tranquilo – le advirtió -. Recuerda lo que te dije. Si hablas de esto con alguien no podré llevarte.
Un plato se estrelló contra el suelo. El levantó la vista: su mujer tenía los ojos fijos en él y le temblaban los labios. Apartó la mirada y se inclinó para recoger los fragmentos del plato. Levantó sólo algunos trozos, con mano vacilante; luego los dejó caer otra vez. Volvió a incorporarse y empujó todo con el pie hacia la pared.
- Qué importa – comentó, nerviosa -. Qué importa que la casa esté limpia o no.
Los hijos la miraron, sorprendidos.
- ¿Qué sucede? – inquirió la niña.
- Nada, querida, nada – repuso ella -. Estoy nerviosa, nada más. Vuelve a la mesa y toma tu jugo. Tenemos que desayunar de prisa. Pronto llegarán los vecinos.
- Papá – preguntó el varón -, ¿por qué vienen los vecinos con nosotros?
- Porque quieren – respondió él vagamente – No pienses más en ello. Y no hables tanto.
La habitación quedó tranquila. La mujer entró con la comida y la dejo sobre la mesa. Sólo sus pasos quebraron el silencio.
Los niños se miraban entre sí, para echar luego una ojeada al padre. Este mantenía la vista fija en su plato; la comida le parecía insulsa y espesa; podía sentir las palpitaciones del corazón contra sus costillas. «El último día», se dijo. «Este es el último día»
- Será mejor que comas – dijo a la esposa.
Ella se sentó Y tomó los cubiertos, dispuesta a obedecer. En ese momento sonó el timbre de la puerta. Sus dedos, nerviosos, vacilaron y el cubierto cayó al suelo con un tintineo. El marido lo levantó rápidamente y cubrió con su mano la de su mujer.
- No te preocupes, querida – dijo -. No te preocupes. Y se volvió hacia los niños, ordenando: – Vayan a abrir la puerta.
- ¿Los dos?
- Sí, los dos.
- Pero…
- Hagan lo que les digo.
Ambos abandonaron morosamente las sillas y salieron del cuarto, sin quitar la vista de sus padres. Cuando hubieron desaparecido por la puerta corrediza, él se volvió hacia su mujer. Estaba pálida y tensa, con los labios fuertemente apretados.
- Por favor, querida – trató de explicarle -. No los llevaría si no tuviese la seguridad de que estaremos a salvo. Sabes que he volado muchas veces en esa nave. Y tengo bien decidido el sitio adonde vamos. No habrá problemas. Créeme, no habrá problemas.
Ella le tomó la mano y apoyó allí su mejilla, cerrando los ojos. Unas lágrimas enormes se filtraron entre los párpados y rodaron por el rostro.
- No es eso lo que me preocupa – explicó ella -. Es… este asunto de irnos y no volver más. Hemos pasado toda la vida aquí. No es lo mismo que mudarse. No podremos volver. jamás.
- Escucha, querida – insistió él, en un tono apremiante que revelaba su tensión -. Sabes tan bien como yo que dentro de pocos años habrá otra guerra; y será terrible. No quedará nada en pie. Tenemos que irnos. Por nuestros hijos, por nosotros mismos…
Hizo una pausa, para medir el efecto de sus propias palabras.
- Por el futuro de la vida misma – concluyó, sin convicción.
En seguida se arrepintió. A en hora temprana, y después del prosaico desayuno, ese tipo de disquisiciones no sonaba convincente. Aunque fueran verdad.
- No tengas miedo – repitió -. Todo saldrá bien.
Ella le apretó la mano.
- Lo sé – afirmó con suavidad -. Lo sé.
Unos pasos se aproximaron. El le alcanzó un pañuelo de papel. Apresuradamente, la mujer se enjugó las mejillas.
Se abrió la puerta y entró el matrimonio vecino con sus hijos. Los niños no podían contener la agitación.
- Buenos días – saludó el vecino.
Las mujeres se dirigieron hacia la ventana y empezaron a hablar en voz baja. Los niños, sin alejarse, se movían constantemente, mirándose entre ellos con ansiedad.
- ¿Ya desayunaron? – preguntó él.
- Sí – respondió el vecino – ¿No le parece mejor que salgamos?
- Creo que sí.
Dejaron los platos sobre la mesa. La mujer subió a buscar abrigos para toda la familia.
Mientras los demás se dirigían al coche, él y su esposa permanecieron unos momentos en el porche.
- ¿Cerramos la puerta? – preguntó él.
La mujer se pasó una mano por el pelo y esbozó una sonrisa desolada, encogiéndose de hombros.
- ¿Importa, acaso? – respondió, dándole la espalda. El cerró la puerta y la siguió por el sendero. – Era bonita, la casa – murmuró ella.
- No pienses más en eso.
Algunos volvieron la espalda al hogar y subieron al coche.
- ¿Cerraron con llave? – preguntó el vecino.
- Sí.
- Nosotros también. Ibamos a dejar abierto, pero tuvimos que volver a cerrar.
Avanzaron por las calles tranquilas. Los bordes del cielo empezaron a enrojecer. La vecina iba en el asiento trasero con los cuatro chicos. Junto a él viajaban su esposa y el vecino.
- Va a ser un hermoso día – afirmó éste último.
- Tal vez.
- ¿Se Io han dicho a los niños? – preguntó el hombre, en voz baja.
- Por supuesto que no.
- Yo tampoco, yo tampoco – aseguro el vecino -. Preguntaba, nada más.
- ¡Oh!
Por un rato avanzaron en silencio. El vecino preguntó:
- ¿No tienen a veces la sensación de estar… huyendo?
- No – respondió él, apretando los labios -. No.
- Creo que es mejor no hablar del asunto – comentó apresuradamente el otro.
- Es lo mejor.
Mientras se acercaban al puesto de guardia, en la entrada, él se volvió hacia los de atrás.
- Ya saben – les dijo -. Ustedes, ni una palabra.
El guardia, soñoliento, no prestó mucha atención. Le reconoció en seguida, pues él era el principal piloto de prueba de la nave último modelo. Y eso bastaba. El piloto dijo que su familia quería verlo despegar. Estaba muy bien. El guardia les permitió acercarse a la plataforma de la nave.
El coche se detuvo junto a las enormes columnas. Todos descendieron y alzaron la vista, Muy por encima de ellos, la gran nave metálica, apuntaba hacia el cielo, empezaba a reflejar en su vértice el resplandor de la mañana.
- Vamos – ordenó él – ¡Aprisa!
Mientras todos trepaban rápidamente al ascensor de la nave, él se detuvo por un momento y miró hacia atrás. El puesto de guardia parecía abandonado. Echó una mirada a su alrededor, tratando de grabarlo todo en su memoria. Se inclinó para recoger un puñado de tierra y lo guardó en el bolsillo.
- Adiós – susurró.
Y corrió hacia el ascensor.
Las puertas se cerraron ante ellos. El cubículo ascendió en silencio; sólo se oían el zumbido del motor y algunas tosecitas nerviosas de los niños. El los contempló por un instante. «Llevarlos así, tan pequeños, pensó, sin que puedan ayudar…»
Cerró los ojos. Su mujer lo tomó del brazo. Ambos se miraron y ella sonrió.
- Todo está bien – susurró.
El ascensor se detuvo con un estremecimiento. Las puertas se abrieron, deslizándose, y todos salieron. El vaciló un instante. Empezaba a aclarar. «En seguida», el piloto urgió a los demás.
Todos treparon por la plataforma cubierta y entraron por la angosta portezuela que se abría al costado de la nave. Cuando le llegó el turno, volvió a vacilar. Sentía la necesidad de decir alguna frase adecuada a las circunstancias.
Pero no pudo. Tomó impulso para entrar y cerró bien la puerta tras de sí, murmurando algo al hacer girar el volante con que se ajustaba.
- Listo – anunció -. Vamos, todos.
El eco multiplicó todos aquellos pasos a través de las plataformas metálicas. Finalmente llegaron a las escaleras y al cuarto de control.
Los niños corrieron hacia los ojos de buey para mirar al exterior. La inmensa altura los dejó boquiabiertos. Las dos madres, detrás, miraban hacia abajo con ojos asustados.
El se acercó al grupo.
- ¡Qué alto! – dijo su hijita.
- ¡Qué alto! – repitió él, acariciándole suavemente la cabeza.
Se volvió bruscamente para dirigirse hacia el panel de instrumentos. Allí permaneció, vacilante. Alguien se le acercó por detrás. Era su mujer.
- ¿No te parece que debemos decírselo a los niños? Así sabrán que es la última mirada.
- Hazlo – replicó – puedes decírselo.
Pero los pasos de su mujer no se alejaron. Se volvió y ella lo besó en la mejilla. Entonces fue a hablar con los niños.
El accionó el interruptor. En las ocultas entrañas de la nave, una chispa encendió el combustible. Un chorro de gas concentrado surgió de los eyectores. Los mamparos empezaron a temblar.
Oyó el llanto de su hija y trató de no escuchar. Extendió una mano temblorosa hacia la palanca. Súbitamente, se volvió a mirarlos. Todos tenían los ojos fijos en él. Entonces asió con firmeza la palanca y la movió.
La nave se estremeció por un momento y se deslizó en seguida por la suave plataforma inclinada para remontarse a velocidad creciente. El viento silbaba a su paso. Los chicos volvieron a dirigirse hacia los ojos de buey.
- Adiós – dijeron – ¡Adiós!
Agotado, se dejó caer sobre el panel de controles. Por el rabillo del ojo vio que el vecino se sentaba a su lado.
- ¿Sabe con exactitud adónde vamos?
- Está allí, en ese mapa – respondió él.
El vecino echó un vistazo al diagrama y alzó las cejas.
- Es otro sistema solar – observó.
- Correcto. Allí, la atmósfera es parecida a la nuestra. No tendremos problemas.
- No podemos fallar – dijo el vecino.
Asintió con un gesto y se volvió para mirar a la otra lámina. Todos seguían mirando por las portillas.
- ¿Cómo dice? – preguntó al vecino.
- Preguntaba cuál de todos esos planetas es el que ha escogido.
El se inclinó sobre el mapa y señaló un punto.
- Ese pequeño que está allí – dijo – Cerca de aquella luna.
- Este, el tercero a partir del sol.
- Precisamente – respondió – Ese. El tercero a partir del sol.

HIJO DE SANGRE - Richard Matheson

Cuando los vecinos de la manzana se enteraron de la composición que había escrito Jules, decidieron definitivamente que el muchacho estaba loco. Hacía tiempo que lo sospechaban.

Su mirada inexpresiva hacía estremecer a la gente. Y ese modo de hablar, áspero, gutural, no parecía normal en cuerpo tan frágil. La palidez de su piel asustaba a más de una criatura; parecía pender suelta por sobre la carne. Jules odiaba la luz del sol. Y sus ideas resultaban un poco fuera de lugar para la gente que vivía en la misma manzana. Jules quería ser un vampiro. Se tenía por cierto que había nacido en una noche de tormenta, mientras el viento arrancaba los árboles de raíz. Decían que al nacer tenía tres dientes, y que los usó para prenderse al pecho de su madre, sacándole sangre junto con la leche. Decían que al oscurecer ladraba y reía en su cuna. Que caminó a los dos meses, y que se sentaba a mirar la luna en las noches claras. Eso decía la gente. Los padres estaban muy preocupados por él. Como era el único hijo, repararon de inmediato en sus rarezas. Al principio lo creyeron ciego, pero el médico les dijo que se trataba sólo de una mirada vacía. Dijo que Jules, dado el gran tamaño de la cabeza, podía ser un genio o un idiota. Resultó ser idiota. Hasta los cinco años no pronunció una palabra. Entonces, una noche, al sentarse a la mesa, dijo: "Muerte". Sus padres se sintieron confusos, entre la alegría y el disgusto. Finalmente encontraron el punto medio entre ambos sentimientos, y decidieron que Jules no debía saber qué significaba esa palabra. Pero Jules lo sabía. A partir de aquella noche, desarrolló un vocabulario tan amplio que cuantos lo conocían quedaban atónitos. No sólo aprendía de inmediato cuantos vocablos escuchaba, los que leía en los carteles, en las revistas y en los libros: además inventaba sus propias palabras. Como "sensanoche" o "matamor". En realidad, eran varias palabras mezcladas y fundidas, y expresaban cosas que Jules sentía, sin que le fuera posible explicarlas con otro vocabulario. Solía sentarse en el porche mientras los otros niños jugaban a la rayuela o a la pelota. Miraba fijamente la vereda, y creaba sus palabras. Hasta la edad de doce años, Jules no buscó ningún tipo de problemas. Hubo, por cierto, una vez en que lo encontraron desvistiendo a Olivie Jones en un callejón, y en otra oportunidad lo descubrieron disecando un gatito en su propia cama. Pero transcurrieron varios años entre uno y otro episodio, y aquellos escándalos cayeron en el olvido. En general, durante toda su infancia no hizo nada peor que resultarles desagradable a quienes lo conocían. Asistía a la escuela, pero nunca estudiaba. Tardaba dos o tres años en aprobar cada grado. Todos los maestros lo conocían por su nombre de pila. En algunas materias, tales como lectura y redacción, era casi brillante. En otras, en cambio, no tenía remedio. A los doce años, un sábado, Jules fue al cine a ver "Drácula". Cuando la película terminó, salió convertido en una masa de nervios palpitantes. Volvió a su casa y se encerró en el baño durante dos horas. Por mucho que los padres golpearon la puerta y gritaron sus amenazas, no salió. Finalmente apareció, a la hora de la cena, con un vendaje en el pulgar y una expresión satisfecha. A la mañana siguiente fue a la biblioteca. Era domingo. Durante todo el día aguardó a que abrieran el lugar, sentado en los escalones. Al fin volvió a su casa. Pero a la mañana siguiente, en vez de ir a clase, volvió a la biblioteca. Entre los estantes de libros localizó el tomo de "Drácula". No podía retirarlo en préstamo, pues no era socio; para asociarse tenía que presentarse con el padre o la madre. Por lo tanto, se limitó a esconder el libro en el pantalón, y se marchó sin devolverlo. Fue al parque, y allí se sentó a leer el libro. Ya era de noche cuando terminó. Entonces volvió a empezarlo, mientras volvía a la casa, leyendo a la luz de las lámparas. De todos los reproches que se le hicieron por haberse salteado la comida y la cena, no oyó una palabra. Comió, fue a su cuarto y terminó el libro por segunda vez. Cuando le preguntaron de dónde lo había sacado, respondió que lo había encontrado en la calle. Pasaron varios días. Jules leyó aquella historia una y otra vez, y no volvió a la escuela. Por las noches, cuando el sueño y el cansancio lo vencían, la madre llevaba el libro a la sala para mostrárselo al esposo. Una noche notaron que Jules había subrayado ciertas frases con ideas temblorosas: "Los labios estaban rojos de sangre fresca, el surco había corrido por su barbilla, manchando la pureza de su mortaja", o "Cuando la sangre comenzó a manar, me tomó las manos con una sola de las suyas, sujetándolas con fuerza; con la otra me impulsó por el cuello, oprimiendo mis labios contra la herida". Cuando la madre vio aquello, arrojó el libro al depósito de basura. A la mañana siguiente, Jules descubrió la falta del libro, lanzó un grito y retorció el brazo a su madre hasta que ella le dijo dónde lo había escondido. El muchacho corrió al sótano y escarbó entre las montañas de desperdicios hasta encontrar su libro Con las manos y las muñecas sucias de borra de café y clara de huevo, volvió al parque y leyó nuevamente el volumen. Durante todo un mes, no hizo sino leerlo ávidamente. Por último, llegó a conocerlo tan bien que lo descartó: le bastaba con pensar en él. Los boletines de la escuela denunciaban sus constantes ausencias, y la madre le gritó. Por lo tanto, Jules decidió retornar por un tiempo. Quería escribir una composición. Un día la escribió en clase. Cuando todo el mundo hubo terminado, la maestra preguntó quién quería leer su composición en voz alta, y Jules levantó la mano. Fue toda una sorpresa para la maestra, pero se dejó llevar por la piedad y por el deseo de alentarlo. Le tomó la pequeña barbilla con una sonrisa, diciendo: -Muy bien. Atención, niños, Jules nos va a leer su composición. Jules se puso de pie, excitado. El papel le temblaba en las manos. Leyó. -"Mi ambición", por... -Pasa al frente, querido. Jules pasó al frente de la clase. La maestra sonreía con afecto. Volvió a empezar. -"Mi ambición", por Jules Drácula. La sonrisa de la maestra se desvaneció. -"Cuando crezca, quiero ser vampiro". Los labios de la maestra se curvaron hacia abajo, y sus ojos se dilataron. -"Quiero vivir eternamente, y arreglar cuentas con todo el mundo, y convertir en vampiros a todas las muchachas". ― ¡Jules! -"Quiero tener un aliento hediondo, que huela a tierra muerta, a criptas y a dulces ataúdes". La maestra se estremeció. Sin poder creer en lo que oía, crispó una mano sobre el secante verde. Los niños estaban boquiabiertos. Se oían algunas risitas, pero no entre las niñas, por cierto. -"Quiero que mi cuerpo sea frío, y mi carne esté podrida. Quiero tener sangre robada en las venas". -Con eso ba... ¡Ejemmmm! ―la maestra se aclaró ruidosamente la garganta-. Con eso basta, Jules -dijo. Jules siguió hablando, en voz alta y desesperada. -"Quiero hundir mis dientes blancos, terribles, en el cuello de las víctimas. Quiero que..." -¡Jules! ¡Vuelve a tu asiento inmediatamente! -"Quiero que se claven como navajas en la carne y en las venas" -leyó Jules, en tono feroz. La maestra se levantó de un salto. Los niños temblaban. Ya no había risitas. -"Y después, cuando los retire, la sangre manará abundante en mi boca, me correrá cálidamente por la garganta y..." La mujer lo tomó por el brazo. Jules se desasió y escapó hasta un rincón. Allí, parapetado tras un banquito, gritó: -"¡Y sacaré la lengua, y deslizaré los labios por la garganta de mis víctimas! ¡Quiero beber sangre de mujer!" La maestra se lanzó en arremetida, sacándolo a la rastra de su rincón. Jules se defendió a zarpazos, y gritó durante todo el trayecto hasta la oficina del director: -¡Esa es mi ambición! ¡Esa es mi ambición! ¡Esa es mi ambición! Fue horrible. Con Jules encerrado en su cuarto, la maestra y el director celebraron una reunión con los padres, relatando la escena en tonos sepulcrales. En todas las casas de la manzana se discutía el mismo tema. Los padres, al principio, se negaron a creerlo, tomando la historia como invención de los niños. Pero acabaron por pensar que, si los chicos eran capaces de inventar tales cosas, habían estado criando a verdaderos monstruos. Y optaron por creerlo. Después de aquel episodio, todos observaban a Jules con mirada de gavilán. Evitaban el contacto con él. Los padres apartaban a sus hijos cuando lo veían aproximarse, y por todas partes corrían leyendas sobre él. Hubo más partes de ausencias escolares. Jules comunicó a su madre que no volvería a la escuela, y nada pudo hacerlo cambiar de idea. Jamás volvió. Cada vez que los funcionarios de inspección escolar visitaban su casa, Jules escapaba por los techos. Y así pasó un año. Jules vagaba por las calles en busca de algo, sin saber qué. Lo buscó en los callejones, en las latas de basura y en los terrenos baldíos. Lo buscó por el este, por el oeste y en el medio. Y no podía encontrarlo. Pocas veces dormía, y nunca hablaba. Se pasaba los días con la mirada gacha. Olvidó todas las palabras de su invención. Hasta que al fin... Un día, en el parque, Jules pasó por el zoológico. Frente a la jaula del murciélago vampiro, una corriente eléctrica pareció atravesarle el cuerpo. Los ojos se le dilataron, y sus dientes descoloridos lucieron en una sonrisa. A partir de aquel día, Jules volvió diariamente al zoológico, para contemplar al vampiro. Hablaba con él, llamándole "conde". En el fondo de su corazón, lo consideraba en verdad como un hombre que había cambiado de forma. Le atacó nuevamente la sed de cultura. Robó otro libro de la biblioteca, donde se describía toda la vida salvaje. Encontró la página donde se hablaba del murciélago vampiro, la arrancó, y descartó el resto del libro. Aprendió de memoria aquel trozo. Aprendió cómo hace el murciélago la incisión, cómo lame la sangre, tal como un gatito lame su crema, cómo camina sobre las puntas de sus alas plegadas y sobre las patas traseras, tal como una araña negra y velluda. Por qué la sangre es su único alimento. Pasaron los meses. Jules seguía contemplando al murciélago y hablándole. Se convirtió en el único consuelo de su vida, el símbolo de los sueños hechos realidad. Un día, Jules notó que el tejido de alambre que cubría la jaula se había aflojado en el fondo. Echó una veloz mirada alrededor. Nadie lo miraba. El día estaba nublado, y no había mucha gente en el zoológico. Jules tironeó del alambre. Se movía un poco. En ese momento, un hombre salió de la jaula de los monos. Jules retiró la mano y se alejó a grandes pasos. Desde aquella noche, Jules esperaba a que todos le creyeran dormido, y pasaba descalzo junto al dormitorio de sus padres. Escuchaba los ronquidos del interior, y se calzaba apresuradamente para correr al zoológico. Si el guardián no estaba cerca, Jules tironeaba del alambre, que iba aflojándose cada vez más. Cuando llegaba el momento de volver a su casa, volvía a colocar el alambre en su sitio, para que nadie pudiera sospechar. Pasaba el día entero frente a la jaula, contemplando al "conde"; reía entre dientes, prometiéndole que pronto volvería a estar libre. Contaba al "conde" todo lo que sabía. Le contaba que pensaba practicar hasta poder bajar por las paredes cabeza abajo. Le decía que no se preocupara, que pronto estaría fuera de allí. Y entonces, juntos, podrían recorrer la zona y beber la sangre de las muchachas. Una noche, Jules quitó el alambre y se arrastró por debajo, hasta entrar a la jaula. Estaba muy oscuro. De rodillas, avanzó hasta la pequeña casilla de madera, y prestó atención, tratando de oír los chillidos del "conde". Introdujo la mano por la puerta oscura, susurrando. Un aguijonazo en el dedo le hizo saltar. Con una expresión de inmenso placer, atrajo hacia sí a aquel murciélago velludo y palpitante. Salió con él de la jaula, y huyó a la carrera del zoológico y del parque, por las calles silenciosas. La mañana avanzaba. La luz iba poniendo un toque gris en los cielos sombríos. Pero Jules no podía volver a su casa. Necesitaba un lugar donde ir. Bajó por un callejón y trepó por un cerco, sin soltar al murciélago, que lamía la sangre del dedo herido. Cruzó un patio, y entró a un pequeño cobertizo desierto. El interior estaba oscuro y húmedo, lleno de cascotes, latas vacías, excrementos y cartones mojados. Jules se aseguró de que el murciélago no pudiera escapar. Después cerró la puerta y colocó un palo a modo de traba. El corazón le latía furiosamente, los miembros le temblaban. Dejó en libertad al murciélago. Éste voló hasta un rincón oscuro, y allí se colgó de unas tablas. Jules se arrancó febrilmente la camisa; sus labios se estremecieron en una sonrisa demencial. Sacó del bolsillo de sus pantalones una pequeña navaja que había robado a su madre. La abrió, y deslizó un dedo sobre la hoja; el filo le cortó la carne. Con una mano temblorosa, lanzó un golpe contra su propia garganta. La sangre corrió entre los dedos. -¡Conde! ¡Conde! -gritó, frenético de alegría-. ¡Beba mi sangre roja! ¡Bébame! ¡Bébame! Avanzó a tropezones entre las latas vacías, resbalando, mientras buscaba a tientas al murciélago. El animal se desprendió de un salto y voló, raudo, a través del cobertizo, para colgarse en el otro extremo. Por las mejillas de Jules se deslizaron dos lágrimas. Apretó los dientes. La sangre le corría por los hombros, por el pecho angosto y lampiño. El cuerpo entero se le estremecía, como atacado por la fiebre. Tambaleándose, se volvió hacia el otro extremo del cobertizo. Tropezó, y el borde agudo de una lata le abrió un tajo en el costado. Alargó las manos, y aferró el cuerpo del murciélago para ponérselo a la garganta. Se dejó caer de espaldas sobre la tierra húmeda y fría, y dejó escapar un suspiro. Con las manos apretadas contra el pecho, empezó a gemir, presa de náuseas. El murciélago negro, posado sobre su cuello, lamía silenciosamente la sangre. Jules sintió que la vida se le escapaba. Pensó en todos los años pasados. La espera, sus padres, la escuela. Drácula. Los sueños. Todo acababa allí, en esa gloria repentina. Abrió los ojos, y el interior de aquel cobertizo maloliente dio vueltas a su alrededor. La respiración se le hacía difícil. Abrió la boca para aspirar una bocanada de aire, pero le resultó desagradable. Tosió, y su cuerpo desnudo se agitó sobre el suelo frío. El cerebro se le iba cubriendo de neblinas, una sobre otra, como velos echados sobre él. De pronto, la mente se le iluminó con una espantosa claridad. Sintió el dolor agudo en el costado. Supo que yacía medio desnudo entre los desperdicios, dejando que un murciélago volador le bebiera la sangre. Con un grito ahogado, se irguió, arrancándose del cuello aquel bulto peludo y palpitante, y lo arrojó lejos de sí. El animal volvió, abanicándole el rostro con las alas vibrantes. Jules, con gran esfuerzo, se puso de pie y buscó la salida. Casi no veía. Trató de detener en parte la hemorragia, y logró abrir la puerta. Salió al patio oscuro y se dejó caer de boca sobre la hierba alta. Trató de pedir ayuda, pero sus labios no pudieron pronunciar sino un balbuceo ridículo. Oyó el batir de alas. Súbitamente, aquello cesó. Unas manos fuertes lo levantaron con suavidad. Su mirada agonizante se posó en el hombre alto y moreno, cuyos ojos fulguraban como rubíes. -Hijo mío -dijo el hombre.

EL DISCO - Jorge Luis Borges

Soy leñador. El nombre no importa. La choza en que nací y en la que pronto habré de morir queda al borde del bosque. Del bosque dicen que se alarga hasta el mar que rodea toda la tierra y por el que andan casas de madera iguales a la mía. No sé; nunca lo he visto. Tampoco he visto el otro lado del bosque. Mi hermano mayor, cuando éramos chicos, me hizo jurar que entre los dos talaríamos todo el bosque hasta que no quedara un solo árbol. Mi hermano ha muerto y ahora es otra cosa la que busco y seguiré buscando. Hacia el poniente corre un riacho en el que sé pescar con la mano. En el bosque hay lobos, pero los lobos no me arredran y mi hacha nunca me fue infiel. No he llevado la cuenta de mis años. Sé que son muchos. Mis ojos ya no ven. En la aldea, a la que ya no voy porque me perdería, tengo fama de avaro pero ¿qué puede haber juntado un leñador del bosque?
Cierro la puerta de mi casa con una piedra para que la nieve no entre. Una tarde oí pasos trabajosos y luego un golpe. Abrí y entró un desconocido. Era un hombre alto y viejo, envuelto en una manta raída. Le cruzaba la cara una cicatriz. Los años parecían haberle dado más autoridad que flaqueza, pero noté que le costaba andar sin el apoyo del bastón. Cambiamos unas palabras que no recuerdo. Al fin dijo:
- No tengo hogar y duermo donde puedo. He recorrido toda Sajonia. Esas palabras convenían a su vejez. Mi padre siempre hablaba de Sajonia; ahora la gente dice Inglaterra.
Yo tenía pan y pescado. No hablamos durante la comida. Empezó a llover. Con unos cueros le armé una yacija en el suelo de tierra, donde murió mi hermano. Al llegar la noche dormimos.
Clareaba el día cuando salimos de la casa. La lluvia había cesado y la tierra estaba cubierta de nieve nueva. Se le cayó el bastón y me ordenó que lo levantara.
- ¿Por qué he de obedecerte? - le dije.
- Porque soy un rey - contestó.
Lo creí loco. Recogí el bastón y se lo di.
Habló con una voz distinta.
- Soy rey de los Secgens. Muchas veces los llevé a la victoria en la dura batalla, pero en la hora del destino perdí mi reino. Mi nombre es Isern y soy de la estirpe de Odín.
- Yo no venero a Odín - le contesté -. Yo venero a Cristo.
Como si no me oyera continuó:
- Ando por los caminos del destierro pero aún soy el rey porque tengo el disco. ¿Quieres verlo?
Abrió la palma de la mano que era huesuda. No había nada en la mano. Estaba vacía. Fue sólo entonces que advertí que siempre la había tenido cerrada. Dijo, mirándome con fijeza:
- Puedes tocarlo.
Ya con algún recelo puse la punta de los dedos sobre la palma. Sentí una cosa fría y vi un brillo. La mano se cerró bruscamente. No dije nada. El otro continuó con paciencia como si hablara con un niño:
- Es el disco de Odín. Tiene un solo lado. En la tierra no hay otra cosa que tenga un solo lado. Mientras esté en mi mano seré el rey.
- ¿Es de oro? - le dije.
- No sé. Es el disco de Odín y tiene un solo lado.
Entonces yo sentí la codicia de poseer el disco. Si fuera mío, lo podría vender por una barra de oro y sería un rey.
Le dije al vagabundo que aún odio:
- En la choza tengo escondido un cofre de monedas. Son de oro y brillan como el hacha. Si me das el disco de Odín, yo te doy el cofre.
Dijo tercamente:
- No quiero.
- Entonces - dije - puedes proseguir tu camino.
Me dio la espalda. Un hachazo en la nuca bastó y sobró para que vacilara y cayera, pero al caer abrió la mano y en el aire vi el brillo. Marqué bien el lugar con el hacha y arrastré el muerto hasta el arroyo que estaba muy crecido. Ahí lo tiré.
Al volver a mi casa busqué el disco. No lo encontré. Hace años que sigo buscando. 1

LEMMINGS - Richard Matheson

-¿De dónde vienen? -preguntó Reordon.

-De todas partes -replicó Carmack.

Ambos hombres permanecían junto a la carretera de la costa, y, hasta donde alcanzaban sus miradas, no podían ver más que coches. Miles de automóviles se encontraban embotellados, costado contra costado y paragolpe contra paragolpe. La carretera formaba una sólida masa con ellos.

-Ahí vienen unos cuantos más -señaló Carmack.

Los dos policías miraron a la multitud que caminaba hacia la playa. Muchos charlaban y reían. Algunos permanecían silenciosos y serios. Pero todos iban hacia la playa.

-No lo comprendo -dijo Reordon, meneando la cabeza. En aquella semana debía de ser la centésima vez que hacía el mismo comentario-. No puedo comprenderlo.

Carmack se encogió de hombros.

-No pienses en ello. Ocurre. Eso es todo.

-¡Pero es una locura!

-Sí, pero ahí van -replicó Carmack.

Mientras los dos policías observaban, el gentío atravesó las grises arenas de la playa y comenzó a adentrarse en las aguas del mar. Algunos empezaron a nadar. La mayor parte no pudo, ya que sus ropas se lo impidieron. Carmack observó a una joven que luchaba con las olas y que se hundió al fin a causa de su abrigo de pieles.

Pocos minutos más tarde todos habían desaparecido. Los dos policías observaron el punto en que la gente se había metido en el agua.

-¿Durante cuánto tiempo seguirá esto? -preguntó Reordon.

-Hasta que todos se hayan ido, supongo -replicó Carmack.

-Pero..., ¿por qué?

-¿Nunca has leído nada acerca de los Lemmings?

-No.

-Son unos roedores que viven en los Países Escandinavos. Se multiplican incesantemente hasta que acaban con toda su reserva de comida. Entonces comienzan una migración a lo largo del territorio, arrasando cuanto se encuentran a su paso. Al llegar al océano, siguen su marcha. Nadan hasta agotar sus energías. Y son millones y millones.

-¿Y crees que eso es lo que ocurre ahora?

-Es posible -replicó Carmack.

-¡Las personas no son roedores! -gritó Reordon, airado.

Carmack no respondió. Permanecieron esperando al borde de la carretera, pero no llegó nadie más.

-¿Dónde están? -preguntó Reordon.

-Tal vez se hayan ido.

-¿Todos?

-Esto viene ocurriendo desde hace más de una semana. Es posible que la gente se haya dirigido al mar desde todas partes. Y también están los lagos. Reordon se estremeció. Volvió a repetir:

-Todos...

-No lo sé; pero hasta ahora no habían cesado de venir.

-¡Dios mío...! -murmuró Reordon.

Carmack sacó un cigarrillo y lo encendió.

-Bueno -dijo-. Y ahora, ¿qué?

Reordon suspiró:

-¿Nosotros?

-Ve tú primero -replicó Carmack-. Yo esperaré un poco, por si aparece alguien más.

-De acuerdo -Reordon extendió su mano-. Adiós, Carmack -dijo.

Los dos hombres cambiaron un apretón de manos.

-Adiós, Reordon -se despidió Carmack.

Y permaneció fumando su cigarrillo mientras observaba cómo su amigo cruzaba la gris arena de la playa y se metía en el agua hasta que ésta le cubrió la cabeza. Antes de desaparecer, Reordon nadó unas docenas de metros.

Tras unos momentos, Carmack apagó su cigarrillo y echó un vistazo a su alrededor. Luego él también se metió en el agua.

A lo largo de la costa se alineaban un millón de coches vacíos.

PASADIZO PARA LA MUERTE - Fernando Jiménez del Oso

Amanecer . Salvador Dalí
El hombre hizo una pausa para encender un cigarrillo, después continuó hablando.
—Hay gentes para las que la vida es algo que merece la pena, gentes que hablan y ríen, aman, comen y parecen esperar cualquier cosa del futuro; las ciudades están llenas de ellos, son como perros de caza siguiendo el rastro de la pieza, atentos y tensos, deseando lanzarse sobre cualquier presa que la vida les ofrezca. Yo no soy uno de ellos, eso es todo.
—A veces pienso que tú no eres nada.
Era la frase final, la puerta que dejaba entrar el silencio... En veinte años de matrimonio, las pausas, las miradas, los gestos ínfimos, pesan más que las palabras y se espera ansioso que algo suceda... el teléfono, la llegada de alguien, cualquier cosa que rompa el cordón del silencio y lo anude a otras palabras, a otras ideas.
Fue ella, como casi siempre, la que volvió a hablar; conciliadora, casi humana, probablemente aburrida de permanecer callada esperando que, al menos por una vez, él reiniciara la conversación.
—No te entiendo. Lo intento, te juro que lo intentó, pero no te entiendo. Debes estar deprimido, aunque tú no quieras reconocerlo.
—No, por favor, otra vez no. Ya lo hemos discutido mil veces. No estoy triste, gozo haciendo el amor o ante una buena comida. Me agradan las puestas de sol y todas esas cosas. Aprecio en lo que vale ser rico, me gusta el dinero y el poder..., de veras. Pero tengo ganas de que acabe todo, deseo morirme; pienso que ya he vivido lo suficiente, ya he visto y gustado bastantes cosas, y las que queden no me interesan. Quiero pasar a otra cosa, a otra etapa.
—¿Cómo sabes que hay otra etapa? ¡Me exaspera esa seguridad tuya en que hay algo después de la muerte! ¡Qué sabes tú!
—De acuerdo, de acuerdo, no hay necesidad de enfadarse. Estoy seguro de que hay otra existencia después de ésta, lo hemos hablado mil veces. No pienso que vaya a ser tocar el arpa o quemarse en el infierno, esas estupideces no las creen ya ni los más simples. Nada de premios y castigos, sencillamente se pasa a otra forma de existencia, a otro plano distinto... y si no hay nada tampoco importa mucho, será como estar dormido sin soñar.
—Como tú quieras, pero sigo pensando que necesitas un psiquiatra... o terminaré yendo yo. No es fácil vivir con un hombre que lo único que desea es morirse. Ni yo ni el hijo que vendrá te importamos.
Como otras veces, como tantas otras veces, ella lloraría y él tendría que consolarla, cortésmente, con ternura que ya estaba gastada, con palabras que nunca eran nuevas.
Si ella supiera... si supiera que Bert la mentía siempre que hablaban del tema. La verdad es que no gozaba haciendo el amor, al menos con ella, que no apreciaba el dinero, que estaba aburrido hasta la inmensidad y que no quería dejar de estarlo. Quería huir, huir de todo y especialmente de ella, quería morirse, y no volver por este mundo para evitar el riesgo de encontrársela de nuevo. Y ahora es cuando más deseaba la muerte; por una extraña broma del destino, Angela se había quedado embarazada, y eso le aterrorizaba. No sentía el menor deseo de ser padre, no quería a aquel hijo concebido por error, casi sin placer, que dentro de unos días iba a nacer para sujetarle más a la vida, para darle nuevas angustias, para obligarle a permanecer año tras año junto a aquella mujer que odiaba. Si amara la vida intentaría el divorcio, escapar, cualquier cosa, pero estaba cansado, no tenía ganas de luchar, lo único deseable, la solución lógica, era la muerte... y no había razón para seguir esperando.
El dulce sopor del principio era solamente un recuerdo; ahora el cuerpo había dejado de tener sentido, como si no existiera, como si no hubiera existido nunca. Sólo quedaban las ideas, y éstas surgían libres, ajenas al concepto de cerebro.
Había sido sencillo, demasiado sencillo, y hacerlo no representó angustia, tampoco alegría, sólo la sensación de estar representando un papel, de estar protagonizando una historia que no era la suya, como un actor eficiente que no se siente identificado con su personaje. Era curioso comprobar cómo en momentos aparentemente tan trascendentes en la vida de un hombre lo único que importaban era los detalles. Había elegido un pijama de seda y su bata más nueva, como si eso fuese importante, casi sonreía al recordarlo. Sonreír... ¿con qué? En ese mundo de ideas no existían músculos, ni boca..., costaba un poco acostumbrarse a la nueva situación.
En los libros se decía que en circunstancias semejantes uno se sale del cuerpo y es testigo de lo que sucede, se ve a sí mismo, a lo que fue el soporte físico; sin embargo, nada de eso sucedía, estaba en... ningún sitio, era como estar solo consigo mismo, sin sensaciones, sin sentimientos, en una oscuridad que no era ausencia de luz porque el concepto luz no existía.
En cualquier caso, su cuerpo estaría en algún sitio. Probablemente no lo habían descubierto aún..., ¿o quizá todo había sucedido mucho tiempo atrás? Curioso..., era otro concepto que había perdido, el del tiempo; podía llevar minutos en ese estado o años, tal vez miles de años. ¿Qué habría sido de su cuerpo? A lo mejor estaba aún sentado en la silla de la cocina y nadie se había dado cuenta de lo sucedido.
* * *
Fue lógico elegir el gas, era lo más fácil, aunque le llevó algún tiempo tapar todas las rendijas; era importante que no se percibiera el olor, ni mucho menos que muriera también Angela. Habría sido gracioso abrir los ojos a una nueva existencia y encontrarse con ella, con su cara que, según los demás, era atractiva, con sus reproches, con su amor pegajoso y dependiente... Extrañamente, aún podía odiar, pero era un odio amortiguado por la distancia, un odio que no merecía la pena recordar, pertenecía a otro tiempo, a otra vida.
¿Cómo sería el hijo? Tal vez había muerto ya de viejo, era tan difícil acomodarse a la inexistencia del tiempo. La verdad es que nunca tuvo la sensación de que ese hijo fuera alguien, de que tuviese personalidad propia. Angela tenía más de cuarenta años, posiblemente su fruto fuera un fruto sin alma, uno de esos seres cuya vida sólo es física..., quizá ni llegó a nacer vivo. Qué importaba ya, él se sentía lejos, absolutamente lejos de aquellas cosas, de aquellos sentimientos, de aquellos problemas, él era libre, aunque no supiera qué era, ni dónde estaba.
De todas formas, él esperaba otra cosa. Los que habían estado al otro lado de la vida y volvieron contaban sensaciones muy distintas a las que él sentía; ellos hablaban de un túnel oscuro que recorrían y la sensación de abrirse a un mundo distinto en el que se veía a otras personas, seres que ya habían muerto y estaban esperando al recién llegado, incluso hablaban de un ser luminoso con el que se hacía balance de la existencia que había terminado. Algunos contaban haber vislumbrado una ciudad lejana. A él no le sucedía nada de todo aquello, tenía recuerdos, pero carecía de sensaciones; sólo sabía que estaba, pero ignoraba dónde y desde cuándo.
De súbito le asaltó el temor de no estar muerto o que la muerte fuera algo distinto de lo que tantas veces había imaginado. Tal vez estaba en un punto intermedio, en una especie de zona neutral entre las dos existencias; de hecho, se iba alejando de lo que fue su vida, cada vez le costaba más trabajo recordar cómo era antes y qué hacía, sólo venían imágenes desdibujadas de un pasado que ya era muy lejano; curiosamente, era el rostro de Angela lo que más nítidamente persistía, su rostro y la idea de odiarla o haberla odiado en otro tiempo. ¡Qué extraño era estar muerto! ¿O no lo estaba? De alguna parte estaban naciendo sensaciones, como si notara... Sí, estaba notando su propio cuerpo, un cuerpo indefinible, distinto a lo que podía recordar. Sin duda estaba entrando en una nueva existencia al fin. Por un momento había sentido miedo, hubiera sido horrible no estar muerto y tener que volver de nuevo a lo de antes, a las mismas cosas, los mismos sentimientos, volver de nuevo a la compañía de ella. Ahora estaba seguro de que no sería así, había comenzado a tener sensaciones, aunque de forma imprecisa notaba que tenía un cuerpo y lo percibía como algo diferente a lo que recordaba del anterior. Poco a poco iría tomando más conciencia de su nuevo estado, de su nueva vida, ya no le cabía duda, todo iba a ser tal como estaba descrito en los libros de ocultismo, igual a lo que se relataba en las sesiones de espiritismo o en los trabajos que recogían el testimonio de los que estuvieron clínicamente muertos; nunca había dudado que fuera así y ahora su propia experiencia lo estaba confirmando; tenía un cuerpo distinto, lo sentía... y empezaba también a sentir otras cosas... un ruido extraño, hacía tiempo que le llegaba, pero cada vez era más perceptible, un rumor lejano, como el batir monótono y acompasado de un tambor que, curiosamente, producía paz; un ritmo relajante y protector que le envolvía, como si junto a él latiese un inmenso corazón.
*  *  *
Todo era diferente a cualquier sensación experimentada antes, era consciente de que existía, incluso tenía un cuerpo, y de éste le llegaba alguna sensación, hasta el punto de ir conformando en su mente un esquema, una idea aproximada de su nueva forma; no podía verse, la oscuridad era total, ni siquiera sabía si en esta nueva etapa tenía ojos o algo que hiciese su función, pero, evidentemente, tenía un cuerpo, lo sentía, aunque fuese distinto al de antes, al de la vida anterior; éste era más pequeño, como el resumen de un cuerpo, como el boceto del antiguo. Lo percibía porque algo estaba apretándole... algo le empujaba. En ese instante brotó la angustia. Su mente empezó a trabajar febrilmente, trató de relacionar esa sensación con los relatos que había leído, con las descripciones que recordaba y la angustia creció hasta desbordarse porque esa sensación se estaba transformando en dolor, un dolor físico, definido, concreto, y eso sólo podía significar que... estaba vivo. Enterrado probablemente y ¡aún vivo!
Trató de calmarse, de alejar el pánico, de razonar; tenía que haber una explicación, era preciso dejar de prestar atención a esas sensaciones y pensar, pensar con calma..., con calma. Poco a poco fue serenándose hasta el punto de poder ordenar sus ideas. No debía estar muerto, era capaz de oír y de sentir dolor físico; pero si estaba vivo, ¿dónde estaba? ¿Enterrado? No, demasiado melodramático; si se había suicidado tenían que haberle practicado la autopsia antes de enterrarle y entonces era inevitable estar total y definitivamente muerto. No, no estaba enterrado. Pero, entonces, ¿qué era el sitio donde se encontraba, y qué había pasado con su cuerpo? Lo sentía distinto; si pudiera tocarse..., pero algo sujetaba sus extremidades, si es que las tenía; lo mas que llegaba a percibir era la sensación de estar en un cuerpo, un cuerpo que no reconocía.
Le resultaba imposible entender qué estaba sucediendo. A no ser que todo fuera lo normal; en definitiva, ¿qué sabía él de la muerte? Algunos libros, experiencias ajenas que ahora, le parecían más que dudosas... ¡Claro! Ellos estaban equivocados, lo que contaban no correspondía con la muerte, eran personas que estuvieron «clínicamente muertas», pero no muertas realmente, esa era la diferencia... Pero ¿y el dolor? Porque estaba sintiendo dolor, no demasiado intenso, pero dolor en definitiva, ahora era como si algo le apretase, le estuviese oprimiendo alrededor del cuerpo y especialmente desde abajo, desde los pies. Sí, algo le estaba empujando y empezaba a notar una presión en la cabeza, como si ésta fuera abriéndose paso por algún sitio a consecuencia del empuje; no había duda, estaba saliendo de algún lugar en el que hasta ahora había estado encerrado. Casi le entraron ganas de reír... estaba imaginando llevar mucho tiempo muerto y, en realidad, era en ese momento cuando estaba muriendo, en ese preciso instante. Lo había leído miles de veces, casi todas las experiencias coincidían: en el momento de la muerte se tenía la sensación de ser empujados por un túnel. ¡Un túnel! Y al final de él estaba la luz, el otro mundo, la otra existencia.
¡Qué necio había sido! Y pensar que se creía vivo y enterrado... Todo iba bien, todo era como él esperaba que fuese. Ya había llegado el momento definitivo; notó que aquella presión que le empujaba aumentaba en intensidad y salía, estaba saliendo al otro mundo. Definitivamente había dejado la vida anterior y a ella, a Angela. Aún la odiaba cuando salió.
Y era como él pensaba, fue una explosión de luz que cegó sus ojos pese a tenerlos cerrados. Y en ese instante comprendió, y al hacerlo sólo pudo gritar. En ese grito todo se borró de su memoria.
El médico puso al recién nacido en las manos de la comadrona; sería un chico fuerte a juzgar por el grito que lanzó nada más salir. Ya estaba tranquilo, era el momento de ocuparse de la madre.
—Ya está. Angela; ha sido un niño precioso, en seguida podrá tenerle con usted.
Luego hizo un gesto triste al mirar al niño y pensó que la vida era injusta a veces: «Pobrecillo, ha nacido unas horas después de suicidarse su padre. Una vida que empieza cuando otra termina».

Fernando Jiménez del Oso