Cuentos para ver

VIENTOS DE MUERTE EN GARGANTA DEL VALLE - Jesús María Zuloaga Zuloaga



Qué sabía el pueblo?
Nol, gustaba de estar sentado sobre la tumba de los suyos, porque el cementerio extendía su yerta población, precisamente sobre el cerro más alto, allí donde el mar empezaba a rendirse en ría y, el aire hecho viento de brisa, le entraba boca adentro, hasta los pulmones, prisioneros del jadeo del asma maldita.
De familia bien, venida a menos, Nol sabía que allí se respiraba mejor, dentro de lo malo.
—¡Qué coño necrofilia ni mierda!
Nol solo era mal hablado en las soledades largas del recinto mortuorio, para él, amable lugar de buenos aires.
—La gente, por lo común —hablaba para sí mismo en voz alta— es canija de mente y perezosa con el poco seso que le correspondió en el reparto. Dicen: «Nol está loco... Nol no habla... Nol siente rencor porque su padre no le dejó un duro y su madre no hizo en vida más que llorar... Nol es amigo de Chichipán, la bruja del Tercer Molino... Nol es vengativo...»
Nol, en realidad, era un desdichado asmático que deseperadamente iba mordiendo el aire de su habitación, el de las calles y plazas del pueblo, con la impaciencia del que sabe que cualquier día, dentro de cualquier hora vacía (¡sin aire!... ¡sin aire!... ¡me ahogo!... ¡me ahogo!) caería con la boca abierta, lo mismo contra el suelo de piedra o de barro sucio o de hierba con bichos y lombrices y excrementos de animales irracionales: mierda de oveja, canicas de cirria, de perro, canutillo seco pronto de color calizo, de burro, deformes manzanas negras hendidas por heridas amarillas... ¡De hombre! con resto de trozos visibles de alimentos sin digerir (¡ésta sería la peor!).
Pero él, ¿qué iba a hacer?
Por eso deambulaba por el pueblo como alma en pena. Y, ya en la quietud de las noches, con la luna llena, redonda como gota de oxígeno inasequible, iba hasta el Tercer Molino despacio, paso contado, pecho medroso.
—Madre Chichipán... aquí estoy.
—Te he notado venir... siéntate...
—Madre Chichipán, ¿moriré mañana?
—No... espera...
La vieja resumida, salió para fuera, olió el agua, mojó en ella un dedo, lo elevó después para ver de dónde venía el viento, fue contando: uno, dos, tres, cuatro... Hasta que la humedad secó. Dio tres vueltas hacia la derecha casi sobre sí misma y tres a la izquierda, agachó su pequeño cuerpo y largó un cuesco, un pedo, vamos, cogió el olor con la concavidad de la mano derecha y la pasó a la izquierda, como si fuera pelota de fetidez... por último, sopló hacia donde el viento venía, hizo la señal de la cruz tres veces, dijo otras tantas: ¡Santo, Santo, Santo!... Tranquilizó a Nol:
—Mañana, no...
—¿Cuándo, entonces, madre?
—Pronto, Nol, pronto... ya te lo dije.
El mozo, lisiado de aires, se iba sin palabra de despedida. Chichipán le llamó con imperio en la resquebrajada voz aflautada:
—¡Nol!... sin mi permiso no cambiarás de sitio. Continúa en el cementerio donde bien respiras. La «Garganta del Valle» no deberá usarse sin que antes me lo permitan «ellos».
—¡Madre!... yo no quiero mal a nadie... si estoy así, medio ahorcado por el asma, fue porque mi madre no supo parirme mejor...
—Tú, ¿qué sabes?... Eres bueno sin medida...
—¿Acaso hay otra forma de serlo?
Chichipán, miraba hacia el lugar donde el pueblo recogía el caserío, en la madeja enredada de sus calles trazadas a capricho.
—Nol... hay más malos que buenos...
—Madre, no sé que quieres decir.
—Nol, yo moriré antes que tú...
—¿Mañana?
—A lo mejor ahora mismo...
—¡Madre!...
—Si, Nol... por eso... ¡anda, siéntate conmigo en la orilla!
Ella repitió una parte de rito que ya vimos y, con las manos de él entre las suyas, profetizó cantando sin música:
«El que, de espaldas a la mar, expela de sí su olor, cuando la luna abre la boca de su luz, cuando el viento entra por la “Garganta del Valle” al pueblo, recogido en tirabuzones invisibles que dejan solo libre el cerro de los muertos, el cementerio... él y no otro será quien destape el horror, para que mueran sin aire los sucios de corazón, los cerrados de bolsillo, los lenguaraces duchos en la calumnia, las vírgenes que fornican en el pensamiento... ellos, los ladrones del aire ajeno... ¡morirán !»
Chichipán miró a Nol que parecía estar dentro de sus pulmones y gritando: «Más aire, más aire... ¡quiero más!»
—Nol, ¿oíste lo que dije?
—No sé madre.
—Pero quedó escrito en tu alma.
—Si tú lo dices, madre...
* * *
Nol era hijo único, hermano de hija única.
Sabía de ella, que de joven marchó a la ciudad.
Nacida diez años antes que él, Nol apenas recordaba su figura.
Pero, en el entierro de su madre (que no hizo más que llorar en su vida, en la mala vida que el esposo pródigo, vulgarmente despilfarrador, le dio) pudo medir la belleza de la ausente.
Todos la miraban con hambre carnal.
A uno, incontinente, que ya se iba para los pechos de la hermosa, con las manos temblorosas, Nol le frenó el ardor de un rodillazo en las partes.
El otro, se revolvió más rabioso por la falta de suministro sexual que por el dolor del golpe y machacó en el suelo las tripas de Nol. Ella, leona incontenible, agarró con las dos manos la cabellera del fanfarrón. Proa retadora, le gritaba echando el busto para delante:
—Anda, chulo, aquí las tienes, cógelas... y te corto el grifo con las uñas...
Luego consoló a Nol que lloraba entre hipos.
—Son malos, son malos... ¡verdad, hermana!
—Alguno habrá que no lo sea... Pero, sí, Nol casi todos lo son.
De nuevo en sus soledades, Nol que sabía oír tan fino como los ciegos, escuchó en el rumor chismoso del pueblo:
—Es puta de lujo en la ciudad... ¡mejor haría en mandar algo para Nol!
Cuando, una vez, el rumor fue palabra clara, nítida que decían descaradamente cuatro hembras en la fuente, Nol no se mordió la lengua.
—Si es puta, será porque sabe el oficio con decoro. Vosotras, además de parir animales que sólo saben repetir la mala crianza de los vuestros ¿de qué entendéis?
—¡Mira éste!... por no saber, no sabe ni respirar...
—¡Dios acabe con vuestras lenguas!
—Eso te dejó tu madre... medio pulmón en cada lado.
Nol, en el cementerio, a solas, abrió de par en par su rabia y eso que también lloraba:
—Sexos encogidos... ombligos sucios... tetas a la funerala... ¡Dios os castigará pronto en un día espantoso!
* * *
En estas, murió Chichipán y, como obedeciendo a un conjuro, su hermana enferma y fatigada, ajada y triste, regresó a la ciudad.
Nol estaba al pie de la cama de la vieja bruja. Era su único deudo.
La hermana quiso desgajarle de aquel sitio lúgubre.
—No... iré luego. Ella no quería morir sin que yo lo supiera antes. Tenía encargo para mí. Algo relacionado con la «Garganta del Valle».
Y quedaron los dos allí solos, junto a la ría.
—Madre, Chichipán... ¡no me dejes ahora!... ¡por tu Dios, madre, dime aquello que profetizaste y yo no recuerdo...
La luna —enorme bolsa de oxígeno puro inasequible para Nol—, miraba a los dos.
El cuerpo de la vieja se estremecía:
—¡Madre! —gritó Nol.
Sin abrir los ojos, dijo así la bruja por entre los dientes carcomidos y estrechos.
«El que, de espaldas a la mar, expela de sí su dolor, cuando la luna abre la boca de su luz, cuando el viento entra por la “Garganta del Valle” al pueblo, recogido en tirabuzones invisibles que dejan solo libre el cerro de los muertos, el cementerio... él será, él y no otro, quien destape el horror para que mueran sin aire los sucios de corazón, los cerrados de bolsillo, los lenguaraces duchos en la calumnia, las vírgenes que fornican en el pensamiento, ellos los ladrones del aire ajeno... ¡morirán!»
Y descansó finalmente rendida.
Nol hizo una tumba entre la junquera.
Fue fácil.
La tierra, frontera a la línea de medición de las mareas, era blanda y suave y negra.
Estaba Nol atando dos ramas en forma de cruz, cuando uno del pueblo llegó con la noticia.
—Están violando a tu hermana en el Casino. Nol se hizo gigante.
Y...
* * *
El único superviviente habitante hoy del Tercer Molino, sabe contarlo muy bien:
«Entró de la mar algo gris, redondo, cual bolsas de plástico transparente, que, al modo de escafandras se fijaban herméticas en las cabezas de los elegidos para la venganza.
Al de Correos, primero en la hazaña de la brutal posesión de la hermana de Nol, le sorprendió la asfixia en plena masturbación con una postal pornográfica incitante sobre la desordenada correspondencia del día como decoración.
Al carnicero y alcalde, segundo, la bolsa le cerró la respiración y le cegó la visión porque iba llena de polvo fino. Estaba el matarife con la «media luna» en alto, y, con la fuerza del brazo para cortar, se amputó la mano que sujetaba la pieza de carne.
Al boticario, tercero, también le cegó. Buscando aire, tropezó con la banqueta en la rebotica y estrelló la cara en la alacena de los ácidos. No se sabe, por tanto, si murió por falta de aire o porque el afilado diente químico le despedazó ojos, nariz y labios hasta irrumpir en la sesera.
Al juez, cuarto, le atrapó en el baño. Parecía pompa de horrores. Su esposa le extrañó y, cuando le descubrió con los ojos desorbitados, la boca desencajada y la cruel bolsa llena del último aire de sus pulmones, cayó fulminada sobre el cuerpo muerto de su marido.
Al molinero, quinto, la bolsa, llena de avispas, le forzó en un ensueño, en el que se recreaba en el recuerdo de la violación. Cayó en la rueda que giraba sonora y fue pulpa, tinte rojo, para la harina dorada del maíz oloroso, convertido en mugre pútrida a las pocas horas.
¡¡Nol, expelía su dolor, su asma, hacia el pueblo desde la «Garganta del Valle»!!
Parecía un dios exterminador.
Despacio, llegó hasta el Casino.
Su hermana aún vivía.
Con fuerza prestada por aquel instante de locura, la llevó en brazos como si fuera de pluma, hacia el cerro de los muertos en donde el viento corría sin el equipaje de las bolsas mortales.
Al llegar a la tumba familiar, Nol sintió el pasado agotamiento retenido. Pero pudo hablar:
—Tú, hermana, debes vivir...
—Y tú, balbució ella, ¿por qué no?
—Yo voy a morir... sin aire... sin aire... me ahogo... me ahogo...
De pronto el viento se hizo remolino.
Y las bolsas, antes mortales, bailando juegos de alegría como pompas de jabón, fueron trayéndole el último aire, mientras agonizaba.
—Me enterrarás con Chichipán en el Tercer Molino. —Sí...
El relato del último superviviente, también último habitante del Tercer Molino, decía que cuando llevaron el cuerpo de Nol a la junquera en donde Chichipán reposaba, las bolsas transparentes, lágrimas gigantes, hicieron cortejo detrás del grupo.
En el sitio donde yacía la vieja la tierra estaba fuera. Alguien había profanado la tumba.
Miramos para abajo.
Chichipán, dentro de una pompa de aire la cabeza, sonreía.
—Estaba esperándote, Nol, hijo, exclamó.
Dejamos caer al hoyo el cuerpo sin aire de Nol.
La mar, hendida para entrar en la ría inundó inesperadamente el hueco.
—¡Lo juro! —exclamaba el excepcional cronista de aquellos últimos hechos. Y añadía—: Ella, su hermana, también lo vio.
Chichipán y Nol fueron yéndose flotando impelidos por la pleamar como dos boyas macabras pero felices.
Del fondo de la ría un pez de lomo negro y vientre jaspeado saltó sobre una y otro.
Y todo acabó así. Para mí que fue el Maligno.»
* * *
Aquel mismo día, un pescador famoso cobró el salmón más grande, premiado después en el Concurso Nacional para aficionados en esta especie deportiva.
De la carne del pez comieron muchos... menos los hijos nunca nacidos de los ejecutados por la venganza que entró, arrebatadora, «Garganta del Valle» arriba.

LA MUERTE DEL HEROE - Ricardo Jaimes Freyre



Aún se estremece y se yergue y amenaza con su espada
cubre el pecho destrozado su rojo y mellado escudo
hunde en la sombra infinita su mirada
y en sus labios expirantes cesa el canto heroico y rudo.

Los dos Cuervos silenciosos ven de lejos su agonía
y al guerrero las sombras alas tienden
y la noche de sus alas, a los ojos del guerrero, resplandece como el día
y hacia el pálido horizonte reposado vuelo emprenden. 

ASTROPHOBOS - Howard Phillip Lovecraft



Brillando en el cielo de medianoche,
Sobre los abismos etéreos y distantes,
Me acechaba, anhelante,
Una seductora, resplandeciente estrella;
Cada crepúsculo retornaba
Brillando en el Carro Ártico.
Místicas formas bellas se fundían
En sus gloriosos rayos dorados,
Fantasías de dicha descendían
En miríadas de elisíaco placer.
De sus coros de liras se extendían
Como cantos de Lidias melodías.
Pensé que el placer reinaba allí,
Donde el libre y el bendito habitan,
Y cada instante un tesoro traía
Envuelto en flores de loto,
Flotando en una nota líquida
Del laúd del viejo Israfel.
Allí, me dije, existen
Mundos de felicidad desconocida,
Donde la inocencia es alabada
En el trono de la coronada virtud;
Hombres de luz, de pensamientos
Más puros, más diáfanos que los míos.
Entonces sentí horror ante la visión,
Se tornó roja y delirante;
La esperanza se disolvió en burla,
La belleza en fealdad;
Himnos extraños se arrastraron,
Signos espectrales se mezclaron.
Carmesí ardió la estrella de la locura
Que antaño admiré tan bella;
Todo era triste donde hubo felicidad,
Y en mis ojos tembló una verdad;
Infames demonios salvajes desfilaron
A través de mi febril visión.
Ahora conozco la satánica fábula
Que surgía de aquel dorado esplendor;
Ahora evito la tétrica luz
Que antaño amé con fervor;
Pero el horror, estable y mortal,
Acechará mi alma por siempre.


LA DAMA DEL GRABADO - Martin Antonino



En las navidades de 1968, cuando yo contaba doce años, mi padre trajo a casa un libro grande de tapas rojas que en seguida me llemó la atención. Era un tomo con los cincuenta y dos números encuadernados de ha Ilustración Ibérica correspondientes a 1884. Me dijo que, tratándolo con cuidado, podía verlo: estaba lleno de grabados antiguos y, con toda seguridad, me iba a gustar. Lo cogí por primera vez una tarde de, enero, un día de entre semana que no tenía clase y deambulaba por mi casa angustiado y aburrido. Mi padre no había llegado aún y mi madre... Bueno, mejor era no acordarse de mi madre. Había desaparecido hacía medio año, eso es todo La casa estaba llena de sombras y de melancolía; eran las siete y mi anciana tata no me permitía encender la luz hasta las ocho. Se trataba de una mujer de pueblo sumamente tacaña, esa clase de personas cuya infancia —del todo pobre— ha transcurrido en aldeas del interior sin tendido eléctrico y mantienen durante toda su vida la convicción de que la debe extremarse el ahorro. Cogí el libro y me puse a verlo sentado junto al balcón del comedor: penetraba ya una luz declinante y más allá de los edificios de la plaza se contemplaba un cielo encapotado cargado de tristeza y malos presagios.
No puedo explicar la extraña fascinación morbosa que me producían aquellas imágenes. Hoy son muy apreciadas por cierta clase de coleccionistas que las identifican con el calificativo amplio de «estampas del siglo diecinueve». Fueron hechas por grabadores anónimos en las imprentas, y su técnica no deja de asombrar incluso a gentes profanas en cuestiones de estampación: un rayado minucioso y diestro sobre la plancha de cobre que da lugar, mediante la incisión de líneas más o menos gruesas, a una insólita gama de tonos que modelan las formas. Por esa época, sin embargo, lo que me llamaba vivamente la atención era otra cosa: el raro carácter de aquellos dibujos, muy chocante para un chico como yo, particularmente adepto a las historietas americanas. Los grabados, traspasados por el desconsuelo que en realidad tuvieron todas las representaciones románticas, me deparaban un vago temor; el insidioso ambiente de todas las escenas suponía para mí un acercamiento a los más arraigados terrores de mi infancia. Todos los grabados se perdían en sombríos paisajes, recónditas arboledas con rincones oscuros donde parecían acechar, agazapados entre la maleza, ojos ocultos pertenecientes a seres infames; castillos en ruinas enclavados en la llanura bajo un cielo aplastante, episodios amorosos entre caballeros y doncellas medievales con fondo de jardines cerrados por tenebrosas frondas otoñales llenas de incógnitas...
Pero quiero referirme en particular a un grabado de tema funerario que, si bien no era uno de los que más me impresionaban, fue el promotor de un suceso que amargó toda mi niñez y mi adolescencia, y aún hoy, si mi atención se fija en su recuerdo, no puedo evitar una sensación física que se aproxima a las náuseas.
Un sábado por la tarde me senté con el libro frente al escritorio de mi padre. El hecho de la desaparición de mamá le había inclinado a concederme una serie de privilegios que quizás yo nunca hubiese conseguido si ella continuase en casa. Uno de ellos consistía en dejarme estar en su despacho, siempre que tuviera terminados mis deberes. Era una salita confortable y tibia, llena de libros bien encuadernados y con una lamparita de mesa provista de cierta tulipa verde que proporcionaba a la estancia una iluminación tenue, a la vez extraña e íntima. Había estado hojeando el libro durante un buen rato, sumergido en una suerte de sueño melancólico, cuando, al volver una de las páginas amarillentas, vi el grabado a que me he referido. Se impone describirlo. Bajo los celajes opresivos de un anochecer tormentoso, en segundo término y sobre un pequeño promontorio, se alzaban las tapias de un cementerio rural situado en un angustioso paisaje estepario. Una puerta ojival se abría oscura en el centro del muro y sobre el arco se leía la inscripción latina Memento mori. Desde esa puerta descendía hasta un plano más próximo un sendero pedregoso y estrecho bordeado por arbustos secos, y en medio del camino destacaba la imagen enigmática de una dama. El grabador no había acertado a dotar del adecuado movimiento a este personaje que, pese a mostrarse avanzando un pie sobre el abrupto sendero, daba la impresión de permanecer congelado en un momento de su acción. Iba vestida a la manera florentina del cinquecento, y en su cabeza, tocada con un pañuelo blanco y ligeramente inclinada hacia la izquierda, llamaban la atención unas profundas ojeras y una intensa expresión de angustia. Sus manos delicadas adoptaban un gesto amanerado delante del cuerpo, en una actitud con la que parecía llamar o acoger a un hipotético personaje situado fuera de la imagen. Descendía del cementerio, y era posible imaginar que regresaba de visitar la tumba de algún difunto especialmente amado. Su soledad, en medio de la estepa inhóspita, resultaba estremecedora; pero, sobre todo, emanaba de su equívoca fisonomía una misteriosa ambigüedad. No era sencillo afirmar si se trataba de una criatura viva que bajaba desde el cementerio o era el espectro errante de una hermosa mujer fallecida en el pasado. La escena se titulaba, en el más puro estilo romántico, ¡Sola!
Estaba tan absorbido en la contemplación del libro, que sólo cuando escuché una suave respiración tras el respaldo del sillón —sonido que me sobresaltó—, advertí que mi padre acababa de penetrar en el despacho pisando con sigilo sobre la alfombra y se había colocado a mi espalda a fin de sorprenderme en mis actividades solitarias. Volví la cabeza para saludarle con una mirada, sobre todo para demostrarle que, pese a la entrada silenciosa, había detectado su presencia. En principio giré la cabeza con rapidez y volví a mirar el libro. Después repetí el gesto. Había descubierto una expresión extraña en su rostro que necesitaba corroborar y comprender. Permanecía absorto, con la mirada fija sobre el grabado, y en las arrugas de su frente se perfilaba una sombra de espanto y sorpresa. Se demoró hipnotizado por la imagen durante un tiempo que, en el silencio del despacho, me pareció eterno. Luego, absolutamente sumergido en sí mismo, comenzó a pasear de un extremo al otro de la estancia, sin pronunciar una sola palabra. Su cabello oscuro y rizado se vertía en un mechón acaracolado sobre la frente. Era enjuto y de movimientos nerviosos. Se aproximó de nuevo al escritorio y volvió a mirar el grabado apoyando las manos sobre la mesa; hizo tres o cuatro veces más su trayecto y, de pronto, girando sobre los talones de improviso, me miró de frente. Percibí en sus pupilas alteradas la expresión penetrante que fraguaban sus ojos cuando trataba de comunicarme algo importante.
—Voy a salir de nuevo —me dijo—. No me esperes esta noche. Acuéstate en la habitación de la tata.
Después se aproximó a mí para besarme. Percibí su olor particular a tabaco y franela, un poco agrio. Su bigote pinchó mis mejillas. Desde el sillón le vi salir y ponerse el abrigo en el pasillo. Oí como le daba instrucciones a la tata. Luego escuché la puerta del piso al cerrarse tras él. Mi anciana ama se asomó al despacho y me miró con parsimonia, como queriendo expresar algo oscuro que se refería a nuestra soledad.
—Vamos a cenar —me indicó.
Se acercó al escritorio de mi padre, y, con un ademán desprovisto de cualquier intención, miró la estampa del cementerio y la dama. La transmutación de su gesto fue inmediata. Se inclinó para observar el grabado más de cerca y comprendí que algo la había estremecido. Sus manos trémulas rozaron con las yemas de los dedos el rostro de la mujer. Luego musitó algo, tal vez la expresión «Jesús!», y, como si deseara ahuyentar un mal pensamiento, cerró el libro con una rapidez impropia de una mujer cuyos movimientos eran habitualmente pausados. Repitió «vamos a cenar» y apagó la lámpara de mesa. Mi padre no regresó nunca.
Un hombre enfiló la carretera en un coche de serie que forzaba a marchar a ciento cuarenta kilómetros por hora. Los limpiaparabrisas oscilaban ante sus ojos produciendo un sonido rítmico semejante al de un metrónomo: luces largas, luces cortas... En las salidas de la ciudad el tráfico era intenso a aquellas horas. Había empezado a llover. Más adelante, recorridos ya los primeros cincuenta kilómetros, la carretera estaba solitaria. Retenía su mirada en un punto inconcreto del horizonte nocturno y borrascoso. Había visto en su casa, entre los grabados de una colección encuadernada de ha Ilustración Ibérica, una imagen pavorosa. A pesar de su tocado renacentista, reconoció a Virginia en la dama enigmática que parecía descender por un sendero pedregoso proviniente de un cementerio del Sur. Del Sur...
Me ha interesado siempre el fenómeno llamado intuición: una experiencia de la que hablaron Bergson y Husserl, por ejemplo, pero que un siglo de tozudas convicciones cientifistas ha relegado al olvido como forma seria de conocimiento. Y, en realidad, se trata de un tipo de información tan segura como la que puede deparar un minucioso análisis científico aplicado a cualquier objeto. En la intuición se manejan también datos rigurosos almacenados en el fantástico archivo de nuestro cerebro, sólo que el tiempo de contraste es relampagueante y se produce en zonas de nuestra psique que la conciencia no es capaz de definir. Alfredo Campoy había sido el sujeto de una intuición tempestuosa apenas descubrió la imagen de la dama del grabado aquel sábado por la tarde, cuando llegó a casa y quiso sorprender a su hijo encerrado en el despacho. Virginia desapareció un anochecer del último junio. Alguien insinuó que se había ido con el químico inglés. No pudo evitar golpear en la cafetería al tipo que dijo aquello. Ahora, bajo el aguacero de la noche, él sabía que debía dirigirse hacia el Sur y que ella le aguardaba en un lugar incierto perdido más allá de Sierra Morena, junto a las tapias de una necrópolis rural abandonada...
Enormes camiones entoldados salpicaban la carrocería del Renault-12 al cruzarse con él en las curvas que preceden a la cordillera. El conductor, con un gesto mecánico, conectó la radio. Alguien hablaba al fondo de la noche desde una emisora remota y la voz parecía provenir de la cúpula de sus propios sueños. Sonó la canción Only you, que le erizó los cabellos. Eran los tiempos en que conoció a Virginia: demasiada nostalgia para un hombre solo. Cerró la radio. El brillo de los ojos de los zorros, al cruzar la carretera frente al automóvil, le deparaban un instante de contacto con el infierno. A las dos estaba al otro lado de la cordillera; no sabía con certeza dónde se encontraba. Había visto una señal que indicaba la proximidad de Bailén. Aún continuó diez kilómetros más: después, movido por un impulso imprevisto, penetró 
por un estrecho camino enfangado cubierto por la negrura más espesa. Avanzó despacio sobre un terreno lleno de irregularidades, que provocaban una agitada marcha bamboleante del coche. Las luces largas iluminaban un paisaje despoblado donde aparecían aisladas siluetas de olivos mojados. Entonces, cuando se había adentrado en el campo dos o tres kilómetros rodeado tan sólo de noche, lluvia y soledad, los faros del coche descubrieron al fondo un promontorio donde se recortaban sobre el cielo negro las tapias de un cementerio. Reconoció en seguida el angosto sendero que descendía hasta el nivel en que él se encontraba y vio a la dama. Siguió avanzando muy despacio, y comprendió entonces que podía, o incluso debía, apagar las luces del coche. Aquella figura, cuya fisonomía inequívoca delataba el aire de Virginia, a pesar del extraño atavío de dama florentina, expandía de su naturaleza espectral una helada luminosidad fosforescente. Alfredo Campoy descendió del automóvil y sus zapatos se hundieron en el barro encharcado. Su corazón latía atenazado por la arritmia. Ascendió por el camino hacia aquella visión fabulosa. Más allá del espectro, durante unas fracciones de segundo, reparó en la inscripción latina grabada sobre la puerta ojival del cementerio: Memento mori. Aquello no era Virginia, sino un fantasma turbador cuyos ojos, transidos por la angustia, le miraban con ternura. Sus manos, tendidas hacia él, parecían suplicarle que se aproximase. Lo hizo hipnotizado. Estaba muerta, esa era la revelación horrible, y, llegando desde un luctuoso más allá, mostraba en sus rasgos un sufrimiento inexpresable donde parecía leerse la más desoladora contricción. Entonces tocó sus manos y el corazón del hombre se detuvo. Aún tuvo tiempo de escuchar, tal vez al fondo de su cerebro, una especie de susurro quedo, casi inaudible, un suspiro que provenía de las moradas de la muerte, y pudo distinguir unas palabras que le redimían para siempre: 
«Te quiero. Perdóname».
Mi padre nunca regresó, ya lo he dicho. Si mi melancolía era intensa antes de que desapareciera, a causa de una insoportable añoranza ocasionada por la ausencia de mamá, cuando también faltó él las cosas parecieron sumergirse en una neblina violácea cuya atonía hizo de la tristeza mi consuetudinaria compañera. La tata murió a los dos años. Me fui a vivir entonces con unos tíos, que me trataron con deferencia, pero sin confianza. Estudié Geología y me casé pronto, anhelante como estaba de un calor doméstico que perdí durante una niñez que casi no recordaba. Mi vida es tranquila; mi esposa, una chica modesta y solícita, pero nada estimulante, me tiene siempre ordenadas las camisas. A veces me sitúo frente a un planisferio y, clavando mi mirada sobre zonas lejanas del planeta, sueño con viajes peligrosos que jamás llevaré a cabo. Heredé la biblioteca de mi padre y su mesa de despacho. El resto se lo apropiaron mis tíos. Desde la noche en que él desapareció no había vuelto a abrir el libro de las tapas rojas que contenía un año completo de La Ilustración Ibérica. A partir de aquel día negro lo miré siempre como algo detestable y maldito, un volumen que sugería cobijar entre sus páginas algo infernal y rechazante. Hace una semana, una tarde en que mi mujer había salido y yo me encontraba solo en casa, atravesando unas horas vacías y opresivas, saqué el libro del anaquel donde permanecía no sé cuánto tiempo. Lo cogí con gusto. Ojear sus páginas suponía, en cierto modo, regresar a mi infancia, una época que siempre se evoca con un sentimiento confortable, aunque haya sido penosa. Busqué en seguida el grabado que desencadenó, estoy seguro, la marcha precipitada de mi padre y su misteriosa desaparición. No puedo asegurar que me sorprendiese, más bien pensé que mi memoria me traicionaba; otra cosa hubiera sido quimérica. La imagen seguía allí después de tantos años y, a primera vista, parecía la misma: el paisaje siniestro, las tapias del cementerio y la inscripción Memento mori sobre la puerta tenebrosa. La dama renacentista permanecía detenida en el camino, con su aire equívoco que impedía dilucidar si se trataba de un personaje vivo o de un espectro que regresaba de ultratumba. Sin embargo, quizá la memoria me confundía en tres detalles desorientadores: ahora el ambiente era nocturno, francamente noche cerrada; llovía y el sendero estaba embarrado. No tenía la seguridad de que fuese así antes. Y lo más extraño: a los pies de la dama, caído de bruces sobre el lodo, se veía a un hombre cuyo rostro, dada su posición, no era reconocible. Su vestimenta era moderna, yo diría que muy actual, y parecía haberse derrumbado a los pies de la mujer presa, quizá, del pánico. Sólo sentí un profundo escalofrío cuando leí el pie del grabado. Recordaba perfectamente que el texto antiguo era ¡Sola! Ahora había escrita otra cosa que me dejó el ánimo en suspenso: 
Te quiero. Perdóname.
He perdido por completo el apetito.

MASCARÓN DE PROA - Gisela Galimi




Quiero ser el mascarón de proa
de tu vida.
La que va delante tuyo
auyentando los miedos.
La que no sirve para nada.
Ni timón,
ni vela,
ni viento,
ni ancla.
La que se quiere porque sí.
La inútil que se abraza a tu madera
aún en tiempos de tormenta.