Ahí va Hipólito Bouchard, viento en popa y cañones limpios, a arrasar la
California donde no están todavía el Hollywood del cine ni el Sillicon
Valley de las computadoras. Lleva como excusa la flamante bandera
argentina que ha hecho reconocer en Kameha-Meha, aunque los oficiales de
su estado mayor se llamen Cornet, Oliver, John van Burgen, Greyssa,
Harris, Borgues, Douglas, Shipre y Miller.
El comandante de la infantería, José María Piris, y el aspirante Tomás
Espora son de los pocos criollos a bordo. Entre los marineros de la
"Argentina" y la "Chacabuco" van decenas de maleantes recogidos en los
puertos del Asia, 30 hawaianos comprados al rey de Sandwich, casi un
centenar de gauchos mareados y diez gatos embarcados en Karakakowa para
combatir las ratas y pestes.
Al terrible Bouchard, como a todos los marinos, lo preocupa la
indisciplina: sabe que algunos de los desertores que habían sublevado la
"Chacabuco" en Valparaíso se han refugiado en la isla de Atoy y quiere
darles un escarmiento. Manda a José María Piris que se adelante a bordo
de una fragata de los Estados Unidos e intime al rey que protege a los
rebeldes.
Antes de partir, los piratas norteamericanos, que roban cañones y los
revenden, dan una fiesta a la oficialidad de las Provincias Unidas:
corre el alcohol, se desatan las lenguas y un irlandés con pata de palo
comenta, orgulloso, la intención argentina de bombardear la California.
El capitán de los piratas anota: en la bodega lleva doce cañones recién
robados, y se adelanta con la noticia a Monterrey -la capital de
California-, podrávenderlos a cinco veces su precio.
El rey de Atoy no sabe donde quedan las Provincias Unidas, nunca oyó
hablar de la nacionalidad argentina y teme una represalia española.
Piris lo amenaza con la cólera del infierno, y el rey, por las dudas,
hace capturar a los sublevados entre los que se encuentra el cabecilla.
El comandante duerme en la playa y cuando divisa los barcos de Bouchard
se hace conducir el bote para dar la buena nueva.
El francés desconfía: en la entrevista con el rey comunica la sentencia
de muerte para los asilados en Atoy y trata, como en Karakakowa, de
hacer reconocer la soberanía argentina. El rey se insolenta y dice, muy
orondo, que los prisioneros se le han escapado.
"Comprometidos así la justicia y el honor del pabellón que tremolaba en
mi buque, fue necesario apelar a la fuerza", cuenta Bouchard en sus
Memorias. En realidad, basta con amagar. El rey manda un emisario a
parlamentar a la "Argentina" y lleva a los prisioneros a la playa.
Bouchard baja, arrogante y triunfal, les lee la sentencia y ahí nomás
fusila a un tal Griffiths, cabecilla del amotinamiento. A los otros los
conduce al barco y les hace dar "doce docenas de azotes".
El 22 de diciembre de 1818 llega a las costas de Monterrey sin saber que
los norteamericanos han armado la fortaleza a precio vil. Bouchard
traza su plan: pone 200 hombres de refuerzo en la corbeta "Chacabuco",
les hace enarbolar una engañosa bandera de los Estados Unidos y la manda
al frente a las ordenes de William (o Guillermo) Shipre.
Ya nadie recuerda la letra del Himno Nacional y Shipre hace cantar
cualquier cosaantes de ir al ataque. Están calentándose los pechos
cuando advierten que cesa el viento y la "Chacabuco" queda a la deriva.
Desde el fuerte le tiran diecisiete cañonazos y no fallan ninguno. La
"Chacabuco" empieza a naufragar en medio del desbande y los gritos de
los heridos.
Shipre se rinde enseguida. "A los diecisiete tiros de la fortaleza tuve el dolor de ver arriar la bandera de la patria".
Todo es desolación y sangre en la "Chacabuco" pero Bouchard no quiere
pasar vergüenza en Buenos Aires. Las Provincias Unidas de la Revolución
han autorizado a más de sesenta buques corsarios para que recorran las
aguas con pabellón celeste y blanco y las presas capturadas son más de
cuatrocientas. De pronto, la joven nación esta asolando los mares y las
potencias empiezan a alarmarse. Todavía hoy la Constitución argentina
autoriza al Congreso a otorgar patentes de corso y establecer reglamento
para las presas (art. 67, inc. 22).
Los pobres españoles de California no tenían un solo navío para su
defensa. Bouchard ordena trasladar a los sobrevivientes de la
"Chacabuco" a la "Argentina" pero abandona a los mutilados y heridos
para que con sus gritos de espanto distraigan a los españoles. Al
amanecer del 24, mientras en Monterrey se festeja la victoria, Bouchard
comanda el desembarco con doscientos hombres armados con fusiles y picas
de abordaje. Lo acompañan oficiales que no saben para quién pelean pero
esperan repartirse un botín considerable. A las ocho de la mañana,
después de un tiroteo, la tropa española abandona el fuerte y retrocede
hacia las poblaciones. A las diez, Bouchard captura veinte piezas de
artillería y con mucha pompa hace que los gauchos y los mercenarios
formen en el patio mientras hace izar la bandera.
Sin embargo el capitán no esta contento. Quiere que en el mundo se sepa
de él, que le paguen la afrenta de la "Chacabuco". Arenga a la tropa
enardecida y la lanza sobre la población aterrorizada. Los marinos de
Sandwich son implacables con la lanza y la pistola; otros tiran con
fusiles y los gauchos manejan el cuchillo y el fuego a discreción. Dicen
los historiadores de la Marina que Bouchard respeta a la población de
origen americano y es feroz con la española. Difícil es saber cómo hizo
la diferencia en el vértigo del asalto. La fortaleza es arrasada hasta
los cimientos. También el cuartel y el presidio. Las casas son
incendiadas y la Nochebuena de 1818 es un vasto y horroroso infierno de
llamas y lamentos. Después del pillaje, Bouchard manda guardar dos
piezas de artillería de bronce para presentar en Buenos Aires con las
barras de plata que encuentra en un granero.
Durante seis díaz, sobre los escombros y los cadáveres, flamea la
bandera argentina. Los prisioneros liberados de la cárcel ayudan a
reparar la "Chacabuco" mientras los soldados arman juerga sobre juerga
con las aterradas viudas de España, episodios que las historias
oficiales eluden con pudor.
Tanto escándalo arman Bouchard y los suyos en el norte que el
Departamento de Estado norteamericano -cuenta el historiador Harold
Peterson- "dio instrucciones a sus agentes para que protestaran
vigorosamente contra los excesos cometidos con barcos que navegaban bajo
la bandera y con comisiones de Buenos Aires". Sin embargo, recién en
1821, con Rivadavia como ministro de guerra, los Estados Unidos
obtendrían un decreto de revocación de las patentes de loscorsarios: "En
su forma literal -dice Peterson-, este decreto representaba una entrega
total a la posición por la cual Estados Unidos había luchado durante
cinco años".
Para entonces, Bouchard ya había quemado toda California. Después de
destruir Monterrey arrasa con la misión de San Juan, con Santa Bárbara y
otras poblaciones que quedan en llamas. El 25 de enero de 1819 bloquea
el puerto de San Blas y ataca Acapulco de México. En Guatemala destruye
Sonsonate y toma un bergantín español. En Nicaragua, por fin, se echa
sobre Realejo, el principal puerto español en los mares de Sur, y se
queda con cuatro buques españoles cargados con añil y cacao y 27
prisioneros. Esa fue su última hazaña. Al llegar a Valparaíso, maltrecho
por el ataque de otro pirata, Bouchard reclama la gloria pero lo espera
la cárcel. Lord Cochrane, corsario al servicio de Chile, lo acusa de
piratería, insubordinación y crueldad con los prisioneros capturados.
Bouchard argumenta: "Soy un teniente coronel del Ejército de los Andes,
un vecino arraigado en la Capital, un corsario que de mi libre voluntad
he entrado a los puertos de Chile con el preciso designio de auxiliar a
sus expediciones". Sobre las torturas ordenadas, se defiende así: "Que
se pregunte por el trato que recibieron los tripulantes chilenos del
corsario chileno Maipú u otro de Buenos Aires que, luego de apresado,
entró a Cádiz con la gente colgada de los penoles".
Pasa apenas cinco meses en prisión. Al salir pone sus barcos a las
ordenes de San Martín y le lleva granaderos a Lima. Ya en decadencia,
reblandecido por dos hijas a las que apenas había conocido, se pone a
las ordenes de Perú y en 1831 se retira a una hacienda. En 1843, un
mulato harto de malos tratos lo degüella de un navajazo. Es una muerte
en condicional: los apólogos de la Marina, que le justifican torturas y
tropelías, no consignan ese indigno final.
Osvaldo Soriano